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Sindicalismo y política

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Historiadores y políticos adscriptos a esa corriente particular y ahistórica sectorizan el rol sindical en la comunidad. Esa concepción procura plasmar el convencimiento del pernicioso peligro que supone extender a la vida política la lucha gremial. El peronismo ofrece una particularidad. Ningún partido político pudo integrar de forma masiva y orgánica lo gremial a sus filas.
 

Ello reviste especial trascendencia para interpretar el singular fenómeno justicialista, sus consecuencias y, en definitiva, el proyecto de país que procura viabilizar y consolidar. El movimiento obrero, no obstante los avatares vividos y la actual existencia de varias centrales, es una organización institucionalizada y con sustento propio. La legitimidad de sus reclamos no pueden ser puestos en duda por cultores legalistas.

 

Ya en 1986, entonces al mando del cervecero Saúl Edolver Ubaldini, la organización madre de los trabajadores (CGT) elaboró su propio proyecto de Asociaciones Profesionales. Allí determinó su derecho natural de adherir a un partido político determinado.

 

Una sofisticada y pretérita justificación opina en sentido contrario. Es trascendente la consolidación del movimiento obrero, nucleado en una entidad única, conceptual y pragmáticamente unido y clarificado respecto de sus objetivos y proyectos estratégicos. Pero no es menos importante la función política que también debe tenerlo como actor principal. Hay que despejar de forma conceptual esta afirmación para aventar dudas y temores infundados.


 

Un tiempo casi artificial

 

Numerosos protagonistas acribillan con maravillosas metáforas los oídos sindicales, puntualizando la inconveniencia y la ausencia de ética que supone la participación gremial en una organización partidaria. El planteo no deja de ser "coherente".

 

Hubo un tiempo casi artificial que caracterizó el accionar del movimiento obrero. La indefensión general y la inorganicidad metodológica frustraron todo proyecto reivindicativo, más allá de las precarias condiciones político-sociales. Más aún, hasta poco antes de 1943 existieron en el país dos centrales sindicales.

 

Eran las CGT número uno y dos. De forma previa, proliferaron los grupos anarquistas, socialistas, comunistas y anarco-sindicalistas, todos relacionados con una ideología y atentos a las indicaciones estratégicas de los cuarteles partidarios.

 

La casi totalidad de los asistentes a los Congresos sindicales entonaban entonces marchas internacionales y postulaban programas paralelos a los de sus mentores ideológicos. La consecuencia práctica fue la total anarquía y debilidad gremial y la intrascendencia casi absoluta de la lucha reivindicativa.

 

Esto tiene su historia. El capitalismo liberal se instauró luego del estallido revolucionario en Francia, sucediendo como sistema al feudalismo. Una de las trascendentes consecuencias de la toma de la Bastilla, en 1789, y de la posterior institucionalización de la Revolución, fue la génesis de los partidos políticos.

 

El problema no fue el nacimiento de la partidocracia sino su absoluta inoperancia. La organización partidaria fue de forma paultina constituyéndose en una mera herramienta electoral. Algunos sectores gremiales participaron de manera alegre del nuevo modelo político. Así cobró cuerpo el sindicalismo amarillo.

 

En la Argentina, ese molde se reflejó en parte hasta bien entrado el siglo XX, aunque justo es rescatar las luchas obreras. Las organizaciones sindicales nacieron como corporaciones en la Edad Media, cuando el saber se refugiaba junto a los altares y el clasicismo griego preparaba su estruendoso retorno en el Renacimiento. Esas primeras mancomuniones de artesanos dieron paso a los gremios. El progreso se verificó con el estallido de la inglesa Revolución industrial, a pesar del monopolio de la producción y las expoliadoras condiciones de trabajo.

 

Las inquietudes obreras

 

Constituyeron una reacción al sistema, vigente desde mucho antes del advenimiento capitalista. La indefensión empujó a los trabajadores a forzar su participación política. El grado de concientización de las masas europeas -luego trasladado a América Latina, en la cresta de la ola inmigratoria-, motorizó en el continente la inserción gremial en política. Pero transcurrieron décadas intensas antes de plasmar un proyecto. En política, como en cualquier otra actividad, juegan poderosos intereses. El sindicalismo no puede permanecer indiferente desde el momento que la dinámica coyuntural afecta sus derechos.

 

El justicialismo no es un partido político sino un gran movimiento nacional. Esa es la razón de la machacante prédica liberal opuesta a la participación obrera en política. Ese sistema profetiza a los cuatro vientos la necesidad de esa marginación y, por contrapartida, la atención excluyente en la defensa del salario. Esto es lo último de lo que los trabajadores deben ocuparse, si no forma parte de una negociación laboral global.

 

La marginación gremial a su natural mapa de acción es una concepción doctrinaria que no refleja a Hispanoamérica. El continente es aún subdesarrollado porque es dependiente. Ningún análisis puede obviarlo, a menos que procure ocultar la realidad. En ese contexto y, ante esa situación, el movimiento obrero decide en qué organización política particular desarrollará su accionar reivindicativo. Es decir, de esa obligada necesidad de participación a la elección de un partido hay solo un paso.

 

La inserción política del movimiento obrero ha reengendrado una vieja antinomia. Reproches y críticas fluyen por doquier. Los trabajadores no pueden ni deben ser prescindentes. Ello sucedía hace casi siete décadas, cuando eran totalmente ignorados y mantenidos al margen del proceso de la evolución política.

 

El liberalismo económico -con tajante aplicación práctica en su faz política, aunque muchos procuren dividir la supuesta dualidad- impulsa lo contrario por razones de supervivencia. Un movimiento obrero fuerte y sumergido de manera política en la elaboración e instrumentación de un proyecto nacional común a la mayoría de los argentinos aniquilaría a ese sistema en sus ambiciones monopólicas y directrices sobre las naciones.
 

El movimiento obrero, al igual que cualquier otra organización, es conducido por hombres. Esos hombres son dirigentes sindicales. Y los sindicalistas también piensan de manera política. A pesar de la andanada de misiles liberales y neoliberales, el movimiento obrero debe profundizar su participación política. Ello contribuirá a su salud y a la del país y facilitará una salida a la aún pendiente deuda coyuntural nacional y la crisis mundial.

 

Lo opuesto es sinónimo de involución a épocas remotas, superadas hacia 1945.